miércoles, 28 de mayo de 2008

A una persona especial

El texto anterior ha sido inspirado en mis propias situaciones al leer este artículo de Arturo Pérez-Reverte, publicado en El Semanal el 21 de enero de 2007. Sin desperdicio.

Todo el mérito es tuyo; tienes mi palabra de honor. Quizá el botín de tan larga campaña –y lo que te queda todavía– no sea lo dorado y brillante que uno espera cuando la inicia, a los doce o trece años, con los ojos fascinados de quien se dispone a la aventura. Pero es un botín, es tuyo, es lo que hay, y es, te lo aseguro, mucho más de lo que la mayor parte de quienes te rodean obtendrán en su miserable y satisfecha vida. Tú has abordado naves más allá de Orión, recuerda. Tienes la mirada de los cien metros, esa que siempre te hará diferente hasta el final. Fuiste, vas, irás, esos cien metros más lejos que los otros; y durante la carrera, hasta que suene el disparo que le ponga fin, habrás sido tú y habrás sido libre, en vez de quedarte de rodillas, cómoda y estúpida, aguardando.

Ahora sabes que todo merece la pena. La larga travesía por ese mundo de méritos numéricos y ausencia de reconocimiento, donde te viste obligada a arrastrar contigo al niño de papá, al tonto del haba, al inútil carne de matadero, con tal de llevar a buen término el trabajo para el que te bastabas en solitario. Has crecido y sabes que las oportunidades no estaban en los otros, sino en ti. Que no había nada malo en aquella chica tímida que se llevaba libros a las horas libres de tutoría; que buscaba la mirada de los profesores inteligentes, no para hacerles la pelota, sino por sentirse cómplice y no estar sola. La jovencita que sobrecargaba la mochila con El guardián entre el centeno o El señor de los anillos, que en la excursión del cole a Madrid prefería ver el Planetario, el Prado o el Reina Sofía a dejarse la garganta en el parque de atracciones. Que se enfrentaba a la hostilidad de compañeros cretinos porque era la única que había leído las Sonatas de Valle-Inclán o sabía quién era Wilkie Collins. Ahora que miras hacia atrás con madurez, comprendes que cada vez que alguien ninguneó tu forma de ser, te insultó, te miró por encima del hombro, no hizo sino precipitar tu aprendizaje y tu lucidez. Tu certeza de ser mejor, más despierta y diferente.

Mírate ahora. Qué lejos estás de tanto borrego y tanto buey. Entras en la edad adulta sin que nadie pueda imponerte una sonrisa falsa cuando el mundo y su estupidez, su envidia, su mezquindad, te hagan fruncir el ceño. Ahora tienes la certeza de que no te equivocaste, y de que la niña callada en el banco del fondo puede ser vengada por la mujer que hoy la recuerda. Sabes ya que puedes ser feliz a tu manera y no a la de otros, con tus libros, con tus películas, con tu familia, con esos amigos que no sabes cuánto tiempo van a durar y por eso aprecias tanto, con la mirada serena que ahora posas a tu alrededor, en la calle, en el trabajo, en la vida. En la muerte. Ahora sabes que la virtud, en el más hondo sentido de la palabra, está en ese aguante de tantos años, cuando cerca estuvieron de convertirte en otra. Comprendes al fin que los malos profesores son un accidente sin demasiada importancia, pues eres tú quien aprende; y la vida, incluso con sus insultos, con sus malvados, con sus tragedias, con sus reglas implacables, la que te enseña. Nadie dijo que fuera fácil.

El otro día fuiste a ver Salvador y saliste del cine asombrada, llorando. No por la película, ni por la suerte del protagonista, sino por la certeza de que los ideales de aquel muchacho ya no tienen sentido, porque ninguno los sustituye ahora, porque la gente de tu edad se divide en dos grandes grupos: una minoría de analfabetos desorientados, pasto de demagogia barata en manos de políticos sin escrúpulos, y una masa inerte cuya única aspiración es salir en Gran Hermano o ponerse hasta arriba el sábado por la noche; jóvenes con garganta y sin nada que gritar, que se irían por la pata abajo puestos en la piel de Salvador Puig Antich, o a los que, viendo El crimen de Cuenca, la sola visión del garrote vil haría cerrar los ojos con escalofríos en la nuca. Pero tus lágrimas, amiga, demuestran que tienes razón. Que no te equivocaste al amar al conde de Montecristo y al Gabriel Araceli de Galdós, al buscar el secreto genial de un soneto de Borges o Quevedo, al transitar, jugándotela, por los senderos sin carteles luminosos en los pasillos oscuros de la Historia. Al hacer de cada esfuerzo, de cada miedo, de cada desengaño, de cada ilusión y de cada libro, un martillo con el que picar los muros espesos que te rodean.

Y si algún día tienes hijos, intenta que sean como tú. Como esos tipos flacos de los que hablaba Julio César, a la manera de Casio: gente de dormir inquieto, peligrosa y viva. La que quita el sueño a los apoltronados y a los imbéciles.

Carta a quien dejo de creer en los hombres buenos

Buenas niña:
Te escribo esta carta ahora que es cuando más debería callar. Como un mero gesto de arrogancia o de estupidez. Te escribo ahora que parece que el tiempo te ha dado la razón, en aquella antigua -puede que olvidada- conversación sobre si nadie era bueno. Dijiste que yo era especial, que, tal vez fuese la excepción a la regla. Por desgracia habría que esperar a mi muerte para confirmar en caso de que fuese afirmativo. Como ves soy como todos; más o menos. Por desidia, estupidez e incluso por egoísmo uno comete errores. Es cierto me he equivocado. Pero no quiero que creas tener la razón. No soy la excepción a la regla; es cierto, pero eso no significa que dicha excepción no exista. Pensar eso sería un acto de estupidez en los silogismos lógicos.
Me he dado cuenta de que uno cree en las grandes ideas. Amor, pasión, sacrificio, bondad, altruismo... Y que deja de creer en ellas, no cuando la sociedad le dice y remarca que es un estúpido por creer tales cosas, si no cuando los propios actos acaban por cumplir paso a paso la profecia. En ese instante uno puede optar por considerar que ha traicionado los principios e ideas tan elevados y limpios o, por el contrario, creer lo que dice la gente. En esta segunda opción encontramos la posibilidad de no traicionar el ideal, de no ser unos desertores o demasiado débiles. En esta segunda opción no hay ideal; somos como somos. Somos como "todos". Así pues cuando uno engaña a quien amó deja de creer en el amor no en sí mismo.
En mi caso (que conste que esto no es ninguna muestra de establecer un matiz de diferencia entre yo y todos -esta vez sin comillas-) he optado por seguir creyendo en el ideal. Soy un traidor. He sido demasiado débil para hacer lo correcto o para no hacer lo incorrecto. Pero creo, sin duda que hay alguna excepción que confirme la regla.
Como dijiste todos son unos cabrones, hoy te puedo decir que yo soy un cabrón, que todos son cabrones, pero que hay excepciones a la regla. Valientes a los que admiro. Así como creo en las expceciones a cuantos ideales he traicionado. Busca... No dejes de creer en los ideales porque hay personas que aun creen y luchan por ellos, que caminan buscándote, y que necesitan encontrarte...

Frd. Alejandro

domingo, 11 de mayo de 2008

De una madre de lepe:

Este escrito lo lei hace mil años pero creo que esta muy chulo asi que mi amigo google me lo ha encontrado... Hoy perrería

Querido hijo:

Te escribo estas letras para que sepas que estoy viva. Estoy escribiéndote despacio porque sé que tú no eres capaz de leer deprisa. Si recibes esta carta es que te llegó, y si no, me lo dices y te la mando otra vez.

El tiempo por aquí no está mal: la semana pasada sólo llovió dos veces; la primera estuvo lloviendo tres días, y la segunda cuatro. Ya te mandé la chaqueta, pero te digo que tu tío Pepe dijo que si la mandábamos con botones pesaría mucho, y el envío sería muy caro, así que se los quitamos y se los metimos en el bolsillo de dentro.

Por fin ya pudimos enterrar a tu abuelo; lo encontramos cuando lo de la mudanza; estaba metido en el armario desde aquel día que nos ganó jugando al escondite. Al menos ha sido todo un hombre hasta el fin, ya que jamás pudo salir del armario. Te cuento que el otro día explotó la cocina de gas y tu padre y yo salimos disparados por el aire y caímos fuera de la casa. ¡Qué emoción! Era la primera vez que tu padre y yo salíamos juntos de casa en treinta años. Vino el médico y me puso un tubo de cristal en la boca y me dijo que no podía hablar en dos días. Tu padre quería comprarle el tubo.

Perdona la mala letra y las faltas de ortografía; es que yo me canso de escribirte y ahora le estoy dictando a tu padre y ya sabes lo burro que es. Y hablando de tu padre, ¡qué orgulloso está!. Te cuento que ahora tiene un buen trabajo, tiene 500 personas por debajo de él; es el nuevo sepulturero municipal. El otro día leyó en el periódico que, según las encuestas, la mayoría de los accidentes ocurren a un kilómetro de casa, así que nos mudamos más lejos. No vas a reconocer la casa; el sitio es muy guapo y hasta tengo lavadora, aunque no estoy segura de que funcione. Ayer metí la ropa, tiré de la cadena y desde ese momento no la volví a ver.

Tu hermana Julia, la que se casó con su marido, parió. Como todavía no sé de qué sexo es, no puedo decirte si eres tío o tía. Si es niña van a llamarla como yo. Ella, a tu hermana la llamará mamá.

La otra hermana, Pilar, esta embarazada de cinco meses.Tu padre tan desconfiado como siempre le preguntó si estaba segura de que era de ella.

Y por último, tu hermano Juan sigue tan despistado como siempre; el otro día cerró el coche, dejo las llaves dentro y tuvo que ir tres km. para allá y tres km. para acá, hasta casa, a por el duplicado, para poder sacarnos a tu padre y a mi de dentro del coche. Tu primo Paco se casó y pasa toda la noche rezándole a la mujer porque le dijeron que era virgen. A quien nunca más vimos por aquí es al tío Carlos, el que murió el año pasado. Ahora el que nos tiene preocupados es tu perro; está empeñado en correr detrás de los coches que están parados.

¿Recuerdas a tu amigo Antón? Ya no está en este mundo. Su padre murió hace dos meses y como había pedido ser enterrado en el lago, el pobre Antón murió cavando la poza en el fondo.

Bueno, hijo, no te pongo dirección de la carta porque no la sé. La gente que vivió aquí antes, se llevó los números para no tener que cambiar de domicilio. Si ves a doña Remedios salúdala de mi parte, y si no las ves no la digas nada.

Un abrazo. Te quiere, tu madre

P.D. Iba a mandarte 100 euros pero ya cerré el sobre.